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Evangelio del II domingo de Pascua: Domingo de la Divina Misericordia
El domingo siguiente al Domingo de Resurrección, la Iglesia celebra la Divina Misericordia. El Evangelio de este día invita a tener confianza en Dios y ser misericordiosos con el prójimo.
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A veces podemos presentar, ver y creer como dos acciones complementarias. Como si ver fuera cosa de gente terrenal y creer cosa de gente más espiritual o religiosa. Los discípulos habían creído en Jesús al comienzo del evangelio, en las bodas de Caná (Jn 2,11), al ver cómo Jesús cambiaba la vida que vemos con nuestros ojos en una vida que ni nos atreveríamos a soñar.

Creyeron que era el Mesías y el libertador. Tomás no sólo cree que Jesús es el Mesías, sino que cree que es “su” mesías: “Señor mío y Dios mío”. Sus ojos ven a Jesús, pero su boca declara una relación especial con este Jesús, un vínculo personal que rompe otros vínculos. Se ata a Jesús para dejar de estar atado a sus miedos, a sus ambiciones o incluso al mismo domino de la muerte.
Ha tenido que pasar todo el evangelio y todo lo que ha pasado a la humanidad de Jesús para que Tomás, para que cualquiera que se llame discípulo de Jesús, pueda poner ese sencillo pronombre personal que no sólo implica todas las decisiones de mi vida sino que define de nuevo cada dimensión de la persona a la medida de Cristo, de alguna forma recrea al ser humano no a la medida del hombre esclavo de la muerte sino a la medida del Hijo de Dios, que acepta la muerte y sus llagas, pero se descubre liberado de su esclavitud.
Nuestros ojos ven nuestras expectativas y ambiciones, y ante el sufrimiento del hombre volvemos la mirada porque tememos seguir siendo esclavos del miedo al dolor y a la muerte. Lleva tus manos a las llaga de la humanidad, tócalas, y mira, pero mira bien, como hizo Tomás, de quien dice San Agustín que “veía al hombre y en el hombre veía lo que no veía”: (In Io 121,5)